Thomas Browne

El jardín de Ciro, Thomas Browne

 

 

Ficticia, México, 2014

 

Como muy pocos hombres, Sir Thomas Browne tuvo la fortuna de nacer y morir el mismo día (un 19 de octubre) pero de 1605 y 1682, respectivamente, en Londres y después en Norwich, Inglaterra. Este tipo de circunstancias, que muchos tomarían como una mera casualidad, son en realidad la marca de la existencia del señor Browne; su destino, como veremos, siempre estuvo signado bajo una pátina de excentricidad. Incluso después de fallecido, si atendemos a lo que nos comenta Roberto Calasso en su breve pero fundamental libro Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne, comprenderemos que dicho rasgo de excentricidad jamás lo abandonó. Calasso escribe que hacia 1840 “algunos obreros que trabajaban en la construcción de una bóveda en la iglesia de Saint Peter Mancroft, en Norwich, rompieron inadvertidamente la lápida de una tumba”. En esa tumba encontraron el cuerpo de Browne inusualmente conservado; quizá eso se debía, como decía la inscripción, a “la obra del polvo de su alquímico cuerpo [que] convierte el plomo en oro”.

No sólo el encuentro de su sepulcro fue motivo de contrariedades, tras su muerte “el cráneo del gran anticuario fue sucesivamente objeto de tráfico de antigüedades y, después de diversas vicisitudes, al fin tuvo que sufrir el postrero ultraje de la gloria: la exposición en la vitrina de un museo”. Así que él mismo —que fue un afamado coleccionista— acabó siendo parte de algunas colecciones más o menos célebres. La imagen de su cráneo ha sido reproducida innumerables veces, entre ellas en el libro Los anillos de Saturno (que hoy ostenta, sin dudarlo, uno de los primeros lugares entre aquellos libros que todo mundo cita pero que casi nadie lee); W. G. Sebald, su autor, refiere que Thomas Browne escribió un catálogo de catálogos, llamado Musaeum Clausum o Bibliotheca Abscondita y que está lleno de listas de “libros raros, imágenes, antigüedades y demás cosas extraordinarias de las que alguna que otra pudo haber formado parte de una colección de curiosidades, pero que en su mayoría pertenecían al haber de una casa puramente imaginaria”. Sin embargo, no hay que olvidar, como asevera Philip Blom, que “las colecciones imaginarias son tan importantes como las reales”. Anota Blom en El coleccionista apasionado que en el gabinete browniano se incluían, entre otros, “del rey Mitrídates, su Oneirocrítica, una explicación erudita de la receta para hacer un demonio, una tragedia de Tiestes y otra de Medea, escritas por Diógenes el Cínico. Las epístolas a San Pablo, de Séneca”. Y un largo y extraño etcétera.

Si no fuera porque los escritos de Thomas Browne gozan de una extraña veneración (y pueden verse alineados en bibliotecas como la del IAGO y de vez en cuando en librerías) podría sospecharse que es la invención de ciertos autores que han hecho de la imaginación una cuestión capital, como Jorge Luis Borges que, junto a Adolfo Bioy Casares, lo tradujo al español y lo nombró uno de los precursores del ensayo. No es infrecuente encontrar el encomio de Thomas Browne en ciertos escritores que han hecho de sus obsesiones por la literatura y la lectura experimentos sorprendentes; Alberto Manguel, por ejemplo, también lo ha comentado generosamente. En El gabinete de curiosidades de Meister Floh, que Javier García–Galiano dirige en la editorial mexicana Ficticia, apareció hace un par de años El jardín de Ciro. (Habrá que añadir que en dicha colección están presentes libros de William Hazlitt, Joseph Roth, Charles Lamb, Juan García Ponce y Gerardo Deniz). Aparte del inusual hecho de publicar en nuestro país al autor inglés, el pequeño volumen va acompañado de La vida de Sir Thomas Browne, de Samuel Johnson (aparecido originalmente en Christian Morals de 1756). Dice Johnson: “Un viajero tiene mayores oportunidades de aventuras, pero Browne no cruzó mares ignotos, ni desiertos arábigos […] Las maravillas probablemente ocurrieron en su propia mente”.

De el Jardín de Ciro Guy Davenport ha escrito que “Sir Thomas Browne […] descubrió en la naturaleza y el arte el arreglo quincuncial de los árboles en los huertos, quizá la primera imitación humana de la filotaxia, da cuenta de la simetría, la justicia y la organización divina en la naturaleza”. Un quincuncio, según Mónica Villegas, la editora de este volumen, es una “disposición en cruz, similar a la figura de un cinco en un dado: cuatro puntos en rectángulo y uno en el centro”. Y la filotaxia es, según diversas definiciones, “la disposición de las hojas de una planta sobre las ramas o tallos”; valdría para diversas formaciones naturales, donde el orden en el que sus elementos constitutivos se van acomodando tiene mucho de una hermosa geometría; geometría que Browne, en este libro, intenta explicarnos a través de diversos ejemplos, que van, evidentemente, desde la jardinería hasta las escamas de los peces y de las flores a ciertas piedras preciosas. De este tipo de estructuraciones estaba hecho, según el autor, el universo. Rastrear la historia del quincuncio puede parecer una locura, pero es el tipo de locura que Thomas Browne, como el curioso y diligente hombre que fue, siempre estaba tratando de llevar a cabo.

Browne fue médico, pero no se le recuerda como tal; para él arte y naturaleza, religión y literatura, eran términos cuyas fronteras no pueden determinarse y que sin duda se pueden intercambiar; prueba de ellos son sus escritos, o los pocos escritos que han llegado hasta nosotros: Hydriotaphia, Urn Burial (1658), uno de los poquísimos tratados de la época sobre el arte la urna funeraria; Pseudodoxia Epidemica (1646), conocido también como Investigaciones sobre los errores populares en materias geográficas, naturales, históricas o filosóficas, dedicado a refutar y a cuestionar toda clase de “prejuicios”, algunos de ellos no tan evidentes, como la cuestión de por qué se representa a Adán y Eva con ombligos pues al no ser procreados como el resto de los hombres no deberían tenerlos. También es suyo Religio Medici (1643), traducido como La religión de un médico por Javier Marías.

Su padre, refieren algunos, era comerciante de seda.

 

 

Publicado en El espulguero, No 3. Revista del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, agosto de 2016